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.«¿Ya?», preguntó la negrita núbil casi tímidamente al.notar mi flaccidez.Al ver su cara tan joven era para hacer-le la pregunta de preceptiva de la putería de que qué hacía una muchacha como ella en esta profesión, para seguirpreguntándole, cubriendo ahora el embarazo, cuánto tiempo llevaba de puta, cómo había entrado en el negocio -yesas muchas preguntas largas fueron mi respuesta a la suya breve.Me contó cómo hacía dos años que estaba ejer-ciendo la prostitución -ella dijo, más directa, mejor: «En la putería»-, que había comenzado a los dieciséis años cor-tos, iniciada por un primo que cobraba parte del dinero al principio, pero ahora, desde unos pocos meses, ella hacíala calle sola, por su cuenta, sin darle cuentas a nadie.No era tan mal vivir.«Se llama meterse a la mala vida, pero noes tan mala», me dijo y se sonrió, su boca convertida toda en blancos dientes.Cobraba su dinero y ahora podía com-prarse ropa y zapatos y perfume.(Su perfume barato era más poderoso que el que usaba Xiomara, pero esta Venusnegra -nunca supe su nombre, ni siquiera su seudónimo putesco- olía mucho mejor que la mala puta blanca.)«Además», dijo, «¡me divierto más!» (Ya lo he dicho: hasta encontré putas felices.) De aquí pasó sin transición a ocu-parse de mí, ya toda una profesional: «¿No quieres que echemos otro palo?», me preguntó, queriendo decir comen-zar otro coito: ella era generosa: el primero ni siquiera tenía derecho a ser un palo, mucho menos una singada.Peropor alguna razón yo estaba contento.Sería el vino (o el ron de Rine) o la realización de que no había perdido mi vir-ginidad del todo: todavía podía esperar ese amor perfecto, aspirar a él, merecer una mujer.No lo sé.Sólo sé que ledi todo mi dinero, dejando un poco para pagar al chino fumado, esfumado, que nos abrió la puerta de la calle.Salimoslos dos a Obrapía donde todavía llovía: llovía en Obrapía y en Monserrate, llovía en Zulueta y en el Prado y por ,Jesúsdel Monte y El Vedado: llovía sobre toda la Habana.-Pensé que esta noche no iba a hacer ningún negocio -dijo ella todavía en Obrapfa.-Ya tú ves -le dije yo, dejando la frase en el aire húmedo para que ella la completara con la letra de un bolero:-Uno no sabe nunca nada.Yo podía responder con la letra de otro bolero porque había llegado al conocimiento de mi sexualidad: «Tú serásmi último fracaso».97La muchacha más linda del mundo¿Me perdonarán la hipérbole? Tienen que perdonármela: de joven uno siempre es excesivo y si ella no era lamuchacha más linda del mundo, por lo menos me lo parecía.Estaba, según decía Silvio Rigor, como para empezarpor una pata de la cama -aunque esa frase es posterior, del tiempo en que uno se atrevía a mezclar la exageración con el sexo.Entonces, la época de que hablo, había más bien timidez al expresarse de las muchachas, sobre todosi importaban.Si no importaban, no importaba nada lo que se dijese (o pensase) de ellas.Esta muchacha de quehablo, Julia (pero yo la llamé siempre Julieta) Estévez, importaba mucho porque era la muchacha más linda delbachillerato.Quizás habría una que fuera más bonita de cara y otra que tuviera mejor cuerpo, pero ninguna reunía,como ella, la cara y el cuerpo y, aunque era más bien baja, estaba hecha a escala y su figura perfecta era la de unatanagra.(Esa es una palabra que aprendí después: entonces ella era una muñeca.) Había sido declarada la Novatadel Afeo en el Instituto, lo que indicaba que su belleza era apreciada por más de uno, es decir, por muchos -y yo lahabía conocido ya en el segundo año (aunque la había visto por primera vez y aprendido a distinguir de lejos desdeel primero) cuando coincidimos en la misma aula.Ella se destacó en mí en la fiesta de despedida de año -que se cel-ebraba la última semana y el último día antes de las vacaciones de Navidad-, cuando subió al estrado para hacer loque sabía, que era recitar, y declamó un poema serio, con cómico acento español, que decía: «Cuando tú pisas lasuvas, ¡qué bien estallan, morena!».Lo que hacía el poema más irreal que sus zetas y sus elles es que ella era rubia.Tal vez no rubia púbica pero sí lo bastante blanca como para que su pelo rubio pareciera natural.Fue cuando yo empecé a desinteresarme por los estudios y me pasaba todo el tiempo de clases en la bibliotecadel Instituto leyendo literatura, que hice amistad con ella, que a veces acostumbraba a leer en la biblioteca: yo laadmiraba mientras leía y a mi vez era mirado por el monóculo penetrante de Polifemo.La vi un día salir de clases, deledificio, del portal con Ricardo Vigón, que comenzaba a ser amigo mío (tal vez ni siquiera comenzara a serlo y fuecuando fue por fin mi amigo que recordé aquella salida y el golpe casi de celos que me dio verlos juntos) y así supeque ella se interesaba más por los muchachos que otras muchachas de su edad y de su clase (hablo en sentidoacadémico, no social, pero la ambigüedad podía ser anfibología para mí).Luego la vi varias veces con el hombre (paramí era un hombre porque estaba dos o tres años por delante de mí en el bachillerato) que llegaría a ser su marido.Otro día coincidimos en la biblioteca del Lyceum, a la que yo acababa de descubrir, Colón de la cultura, viajando tanlejos de casa, de cuya biblioteca circulante me hice socio ese día, y había más de una persona allí en la sala de lec-tura y por los amplios ventanales entraba el fresco y el rumor de los árboles pero, inoportuno, venía el ruido rítmicode las pelotas de tenis golpeadas por raquetas -árboles, pelotas y raquetas invisibles para los lectores.Allí estabaJulieta y fue la vez que advertí que más que blanca era dorada y fue adorada.Lamentablemente había más de unapersona en la sala de lectura: estaba con ella Martha Vesa, a quien por su gordura y tamaño llamábamos MartaObesa, que después con sus trenzas rubias y sus ojos azules y su pasión por la, música (y el conocimiento mío, nue-stro, de las óperas de Wagner) hizo que la apodáramos, definitivamente, la Valquiria, que era como escribíamos yleíamos la palabra Walkyrie.Ese día conversamos (es curioso cuánto se podía conversar en las bibliotecas de LaHabana entonces), entre todos los temas del mundo, de la belleza, y yo, pedante, cité a Platón citando a Sócratespara oponerme a su idea de que la belleza no puede localizarse en algo pequeño y ofrecí al mosquito, tan bello comouna mariposa (no sé por qué no escogí a la mariposa: tal vez porque el mosquito es no sólo más pequeño sino porquesu belleza no es evidente, desplegada y gratuita como la de la mariposa, y puede además ser mortal), pues el mos-quito es pequeño pero bello.(Julieta habría sido mejor ejemplar pero habría cometido el doble pecado de personalizary de avanzar desenmascarado.) Era pura provocación, desde luego, y Julieta reaccionó a mis palabras con la aten-ción que yo quería que me prestara a mí mismo.Hablamos también del arte -para ella, del Arte- y yo dije que el arteera una mentira que el artista hacía aparecer verdadera.(Entonces yo no sabía quién era Wilde y Oscar era para míuna estatuilla dorada, como Julieta, sólo que famosa.) Ella casi se enfureció (y lució más bella que la primera vez quevi su belleza brillar) y exaltada dijo: «¡Cómo vas a decir semejante cosa! ¡El Arte es la verdad!»
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