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.El tipo desapareció, como era de esperar, y Mónica volvió aendilgarme la consabida charla, la misma lata que ya me había dadoCoco: que si debía tener cuidado con quien hablaba, que si la pinta deltipo era sospechosa.A mí me parecía que exageraban y que seguramenteel pobre no era más que un chico normalito al que yo le gustaba.Seguroque la policía tenía cosas mejores que hacer que andar por ahí intentandotrincar a dos aprendices de camellos de tres al cuarto, pero yo estabademasiado mareada como para que me apeteciera ponerme a discutircon Mónica.Sólo alcancé a articular que no me encontraba bien y quenecesitaba ir al cuarto de baño.Ella me observó con expresiónpreocupada y me tomó de la mano.Yo me dejé arrastrar.En cuanto llegamos al cuarto de baño, Mónica me colocó agachadafrente al lavabo y abrió uno de los grifos para que el agua fría me cayeraen la nuca.Me preguntó si me sentía mejor y yo asentí con la cabeza. Has bebido demasiado.Eso es todo.No estás acostumbrada.Suerte que tía Mónica está aquí.Anda, ven conmigo.Me hizo un gesto con la cabeza señalando a uno de los váteres.Entramos y cerramos la puerta tras nosotras.Entonces ella abrió sumochila y sacó su navajita roja y la cartera.De la cartera extrajo unapapelina y su carnet de identidad. No quiero jaco le dije. Esto no es jaco.Es coca.Exactamente lo que necesitas tú ahora.Apoyó la cartera sobre la cisterna y depositó un poco de polvo112blanco sobre ella.Con el carnet dividió el montoncito de polvo en dosmontoncitos más pequeños que fue alineando en vertical hasta que seconvirtieron en dos rayas.Después sacó un billete de su pantalón y loenrolló para formar un tubo cilíndrico, que me pasó acto seguido.Ellaesnifó primero, y luego yo.Al áspero roce del polvo en las fosas nasalesle sucedía un regusto amargo y familiar en la boca.El espacio de lacabina era muy reducido y nos obligaba a permanecer muy próximas launa a la otra, prácticamente tocándonos.Yo era más alta que Mónica,pero aquella noche nuestras miradas quedaban a la misma altura porqueella se había puesto unas sandalias con plataforma. ¿Sabes, Betty? Estás guapa con las mechas éstas.No me extrañaque al Chano le entrase semejante perra contigo. me dijo, mientrasagarraba una de mis mechas blancas y la enrollaba entre sus dedos.Luego tiró de la mecha de forma que fue aproximando mi cara hacia lasuya hasta que nuestras narices se tocaron, y nuestras bocas quedaron aunos milímetros una de la otra.Desde aquella distancia me parecía queMónica tenía cuatro ojos, cuatro bolas negras y redondas, cada unapresidida por una pequeña bombillita que la iluminaba desde el centro.Permanecí inmóvil, y entonces ella giró ligeramente la cabeza para quenuestros labios se rozaran, pero me dejó a mí responsable de la últimadecisión.Fruncí los labios y la besé.En realidad fue un beso muy casto,apenas un suave contacto de los labios.Entonces ella volvió a besarme,esta vez acariciándome el labio inferior con la lengua.Retrocedí y merecosté contra el lavabo, y allí me quedé, esperando, con los ojos muyabiertos.Ella volvió a acercarse a mí y percibí su boca inmóvil pegada amí, sus labios carnosos, calientes y duros.Me recorrió un leveestremecimiento y me apoyé un poco más para atajarlo.Mi corazónestaba tan feliz que no lo reconocía como mío.Luego mis labios seabrieron, despacio, como una flor que saludase al alba.Ella se animó y sulengua se animó con ella.En seguida se tornó apremiante, hábil.Demasiado hábil.Me desasí de su abrazo, jadeante. ¿Qué va a pensar Coco de esto? alcancé a articular en unsusurro heroico.En mi cabeza, Coco era el único obstáculo que impedíaque cediésemos a lo inevitable.Por toda respuesta, me agarró del cuello y volvió a atraerme haciaella.Yo nunca había besado en la boca a nadie hasta entonces, por difícilque resulte creerlo.Y ella lo sabía, estoy segura.No sé si sabía tambiénque a ella ya la había besado, muchas veces, en mis sueños.No sé si sedivertía conmigo, si jugaba como el gato que simula liberar al ratón pocoantes de rematarlo.No sé si era cruel o simplemente inconsciente.No sé,113no sé, no sé.Todavía hoy no he encontrado la respuesta.La oficina de mi padre estaba situada en uno de los pisos más altosde un enorme rascacielos en la Castellana.Para acceder al edificioresultaba imprescindible presentar el carnet de identidad a un guardiaque inquiría acerca de la persona a la que querías ver y el motivo de tuvisita («personal», en mi caso).Pero se trataba sólo del primer control.Luego había que subir en el ascensor y entrar a la oficina de mi padre, yallí superar el segundo control, más sutil, menos severo y no por esomenos desagradable: el de una recepcionista cuarentona que dirigió unamirada crítica a mi minifalda.Se notaba que, debajo del traje caro y losdos kilos de maquillaje, se trataba de una mujer no demasiado guapa.Me preguntó a quién buscaba.Le informé que venía a ver al señor deHaya.Ella quiso saber si tenía cita. Soy su hija le dije. Veré si puede recibirla replicó, con tono de estar convencida deque el señor de Haya no se dignaría a hacer tal cosa.Llamó por el interfono y comunicó a mi padre mi presencia en unsusurro, como si le suministrara información confidencial.Esperórespuesta y luego me hizo saber con tono desabrido que mi padre meesperaba.Avancé por el pasillo enmoquetado sin rebajarme a dirigirle lamirada.Sabía perfectamente cómo llegar al despacho de mi padre.Mi padre habitaba diez horas al día un pequeño cubículo cuyarelativa intimidad o sea, el hecho de que tuviera una puerta quepudiera cerrarse si el ocupante de la celda deseaba resguardarse demiradas insidiosas le confería un cierto estatus dentro de su empresa
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