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.—No puedo entender de qué me habla —replicó convencido el cabrero—.Yo siempre viví solo.—¡Dichoso tú, y maldito el día en que decidiste abandonar tu soledad! —fue la respuesta—.Porque de todas las desgracias que pueden ocurrirle a un hombre, el noventa por ciento le suelen acontecer por culpa de otros hombres… —sonrió apenas—, o de una mujer.Una de estas mujeres había hecho una vez más su aparición en la vida del joven Cienfuegos, cuyo destino parecía marcado por la innegable atracción que, sin proponérselo, ejercía sobre la mayoría de ellas, ya que desde el momento en que la pequeña Sinalinga le descubrió cortando un grueso tronco de roble con el torso desnudo, jadeante y sudoroso, no cejó ni un instante hasta acabar compartiendo con él una ancha hamaca.Fue ésta en principio una aventura en cierto modo frustrada, ya que pese a que el cabrero había admirado desde su llegada a Guanahaní la aparente comodidad de las extrañas redes en las que los nativos acostumbraban a dormir a salvo de la humedad y el ataque de hormigas, alacranes o escorpiones, jamás se había decidido a utilizarlas, y mucho menos aún en compañía de una mujer.Hacer por tanto el amor sobre una de ellas se le antojó empresa más propia de funambulistas que de seres normales, y las tres primeras intentonas concluyeron dando con sus huesos en tierra, lo que trajo aparejado de inmediato la falta de concentración en el acto y la consiguiente decepción por parte de la ardiente nativa.Era ésta una mujer de corta estatura pero rotundas formas, cintura estrecha, magníficas caderas y un firme trasero que causaba la admiración y provocaba los silbidos de la marinería, pero era al propio tiempo una mujer que sabía muy bien lo que buscaba, puesto que al advertir que la aventura de la hamaca no daba el resultado apetecido, se apresuró a aferrar al muchacho por las muñecas arrastrándolo al suelo y llevando a feliz término su primitivo propósito hasta el punto de que al día siguiente el orondo Benito de Toledo no pudo por menos que asombrarse ante el demacrado aspecto y las notorias dificultades con que su único alumno parecía moverse.—¿Qué te ocurre? —inquirió preocupado.—Nada.¿Por qué?—Tienes un aspecto horrible.¿Estás enfermo?—Me caí de un «chinchorro» —fue la extraña respuesta—.Y lo peor no estuvo en la caída, sino en lo que me esperaba abajo.A poco más no me levanto nunca.—¿La indiecita?—La indiecita es como toda una tribu hambrienta, y a veces me pregunto si no tendrá algo de sangre de esos caribes de los que se comen a la gente.—Pues ándate con ojo porque tengo entendido que es hermana del cacique Guacaraní, y ése es un pájaro de cuenta del que no me fío un pelo: sonríe demasiado.—Es que es amable.—«De los tipos amables líbreme Dios, que de los jodidos ya me libraré yo» —sentenció el cazurro toledano—.Cada vez que aparece por aquí puedo advertir cómo sus ojillos chispean de codicia, porque debe estar convencido que si se apoderara de tanta chuchería como guardamos en el almacén, se convertiría en el reyezuelo más poderoso de la región.Le gusta más un espejo que a un cura un entierro con caballos.A decir verdad, Cienfuegos tampoco simpatizaba con el pintarrajeado jefezuelo de la tribu, un tipo untuoso y servil por el que el almirante había demostrado siempre una especial deferencia, pero que desde que éste había desaparecido en el horizonte había comenzado a modificar sensiblemente su amistosa actitud.Una cosa debía parecerle mostrarse hospitalario con los gigantescos «semidioses» que realizaban una corta visita a sus costas ofreciendo maravillosos regalos a cambio de unos cuantos adornos de oro o multicolores papagayos, y otra muy distinta tenerlos como ruidosos e incómodos vecinos que no cejaban ni un momento en su empeño de molestar a las mujeres o pedir más y más alimentos.Para Guacaraní lo que las muchachas solteras hicieran o dejaran de hacer con los ansiosos españoles era cosa que tan sólo a ellas incumbía, pero cuando alguno de sus guerreros acudía a quejarse de que los extranjeros habían asaltado en la espesura a su mujer disponiendo de ella contra su voluntad, comenzaba a inquietarse.El era realmente un gran cacique, pero si como tal tenía derecho a exigir respeto y un trato especial, también tenía la obligación de proteger la vida, la hacienda y el honor de los miembros de su tribu y estaba claro que los recién llegados no se mostraban muy dispuestos a respetar gran cosa.En especial, a las mujeres.O a los niños.Una tarde el cadáver de un muchachito apareció oculto entre la espesura.Debía llevar por lo menos tres días allí y resultaba evidente que, había sido golpeado, violado y estrangulado, lo que provocó de inmediato que un clamor de ira se extendiera como una inmensa ola sobre el poblado indígena, y al poco el desnudo y emplumado Guacaraní acudió al «fuerte» en compañía de media docena de ancianos consejeros, exigiendo aclaraciones por parte de sus nuevos vecinos.Don Diego de Arana montó en cólera lanzando espumarajos por la boca y amenazando con despellejar vivo al maldito salvaje que osara acusar de asesino y sodomita a un español bajo su mando, puesto que era cosa bien sabida que «El pecado nefando no existía ni existiría nunca» entre los católicos súbditos de sus Católicas Majestades [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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